ESCUELA ESCÉPTICA
Pirrón

Pirrón, hijo de Plistareo, nació en FIis entre el 365 y el 360 a.C. en la misma ciudad que unos años antes había visto florecer la escuela de Fedón.' De joven buscó ganarse la vida como pintor, pero lo dejó casi en seguida, incluso porque, según parece, sus conciudadanos no lo apreciaban mucho: si seguimos el testimonio de Antígono de Caristo, unos portadores de antorchas, dibujados por él en el Gimnasio de Elis eran pura basura. Tras haber arrinconado el arte en el desván, el muchacho se entregó a la filosofía: siguió primero a Brisón, un pensador socrático, después a Anaxarco de Abdera, un alumno de Demócrito.
En 334, siempre con Anaxarco, tomó parte en la expedición de Alejandro Magno a Oriente: viajó durante diez años a lo largo y a lo ancho de Asia y consiguió tener acceso a muchas doctrinas orientales. En aquel período, como aún hoy por otra parte, atravesaban el Oriente individuos rarísimos, que practicaban la indiferencia ante las pasiones: eran chamanes, gurúes y monjes de religiones contemplativas. Narra Plutarco que en Persia, a la llegada de los soldados de Macedonia, un sacerdote llamado Calano solicitó que se alzara una pira en forma de altar, y después de haber sacrificado a los dioses y augurado a los invasores una buena continuación de viaje, se tendió entre las llamas, se cubrió la cabeza con un velo, y se dejó quemar vivo sin mover un solo músculo. Pirrón, que no había visto nunca a un
bonzo en acción, quedó muy turbado por la escena, pero comprendió que, con la sola fuerza de la voluntad, era posible dominar el dolor, incluso entre tormentos.
Sucesivamente, al llegar a India, conoció a otros pensadores y filósofos, gimnosofistas, taoístas y personajes de ese tipo. También allí se dio cuenta de que, para alcanzar la serenidad definitiva, era preciso practicar el, wu wei, el no obrar.
Volvió a su patria cuando casi llegaba a los cuarenta años: fundó la primera escuela de escepticismo en Elis, su ciudad natal. Bueno, no es que fuera verdaderamente una escuela, del tipo, para entendernos, de la Stoa o el Jardín: la verdad es que a él le gustaba ocuparse sólo de sus propios asuntos; pero a veces, cuando ya no aguantaba más, se ponía a hablar en voz alta, y como siempre estaba rodeado de jóvenes y admiradores, terminaba, sin querer, por dar lecciones. Sus seguidores fueron llamados pirronianos, escépticos o zetéticos. Este último término significaba «indagadores que indagan sin encontrar nunca»
Los pilares de su pensamiento eran: la suspensión del juicio (la epoché), o sea el estado mental gracias al cual es imposible rechazar o aceptar las ideas de los otros, la facultad de no expresarse ( la  afasia ) y la imperturbabilidad ( la ataraxia ), o sea la ausencia de angustia. Su pensamiento en dos palabras es el siguiente: no existen valores o verdades que autoricen a poner la mano en el fuego por ellos: nada, por naturaleza, puede ser considerado bonito o feo, bueno o malo, justo o injusto, verdadero o falso, y no existe diferencia alguna entre disfrutar de óptima salud y estar gravemente enfermos. Pensaban que, en las cosas contrarias por persuasiones de la razón, tales persuasiones son iguales. Afirmaban que la concordancia de las cosas es algo ambiguo y fundamentaban su tesis en la existencia de diez modos de concebir lo igual como diferente.
Las anécdotas sobre la imperturbabilidad de Pirrón son innumerables y Diógenes Laercio es, como siempre, nuestro informante predilecto.
Pirrón era indiferente a todo lo que sucedía alrededor de su persona, y, con gran probabilidad, era también algo pesado. Si durante una discusión su interlocutor lo abandonaba, el hecho no lo preocupaba en absoluto: seguía hablando impertérrito y haciendo preguntas. Un
día, mientras paseaba con su maestro Anaxarco, éste cayó en un foso lleno de fango. Pues bien, Pirrón no perdió la calma: siguió discutiendo como si nada hubiese sucedido. Después de un tiempo, Anaxarco, cubierto de barro de la cabeza a los pies, lo alcanzó, y de forma muy distinta a lo que haríamos hoy, felicitó a su discípulo por la impasibilidad demostrada. Nos queda siempre la sospecha de que, además de imperturbable, fuese también algo distraído. Diógenes Laercio explica que, cuando salía de su casa, no prestaba atención a nada y corría continuamente el riesgo de acabar bajo un carro o en un foso; vivió incólume hasta los noventa años,  porque - todo debe decirse - sus alumnos ( quizá por turnos ) no lo perdían de vista un solo instante.
No dejó ningún escrito, por él escribieron sus discípulos Timón, Enesidemo, Numenio y otros.
Es natural que los escépticos nos recuerden a los sofistas, aunque sólo sea porque ambos grupos ponían en duda la existencia de la Verdad. Sin embargo, examinando con atención el pensamiento de las dos escuelas, advertimos de inmediato su diversidad. ¿Cómo decirlo? Los sofistas eran más «abogados», más «de profesión liberal», en algunas cosas más «prostituidos», mientras que los escépticos eran más «intelectuales». Los primeros negaban la Verdad y valorizaban la Palabra para aumentar su poder contractual, los segundos, en cambio, procuraban alcanzar la apátheia, el mantenerse alejados de las pasiones. Los sofistas trasladaban la confianza de la Verdad al Hombre ( «El hombre es la medida de todas las cosas» ), los escépticos, más radicalmente, no confiaban en nada ni en nadie, por principio, ni en la Verdad, ni en la Palabra, ni en el Hombre. Su lema podría haber sido: «El ser no es, y no me importa un bledo»; o, como decía Timón, «No sólo no me interesa el porqué de las cosas, sino ni siquiera el porqué del porqué»
Con los estoicos, en todo caso, los escépticos tenían algo en común: el desapego por el cuerpo. Un día, en Chipre, durante un banquete, el tirano Nicocreonte,  preguntó a Anaxarco si le había gustado la comida, y éste, con la mayor desvergüenza, respondió que la habría encontrado más de su gusto si, junto con el postre, le hubieran servido también la cabeza de un tirano. En ese momento Nicocreonte fingió no darse por aludido. Unos años después, sin embargo, habiendo naufragado Anaxarco en las playas de Chipre, consiguió vengarse: después de encadenarlo en un enorme mortero, hizo que sus verdugos lo golpearan con mazas de hierro. Se dice que, durante la tortura, el desdichado gritó: «¡Puedes machacar la envoltura de Anaxarco, pero no a Anaxarco! » 

Más o menos a la misma categoría pertenece el famoso gag de Totó, conocido también como el sketch de Pascual». Dos amigos se encuentran: uno es Totó, el otro Mario Castellani, su «segundo» de confianza. Totó tiene un ataque convulsivo de risa.

-¿Por qué te ríes de esa forma? -pregunta Castellani.
-Porque hace diez minutos -responde Totó-- ha venido un loco, un energúmeno, que después de haber gritado «Pascual, eres un sinvergüenza!», me ha dado un puñetazo y me ha roto la cara.
-¿Y tú, qué has hecho?
-Nada: ¿qué querías que hiciese? Me he reído. 
-¿Y el otro, qué ha dicho?
-Me ha gritado: «¡Pascual, eres un cerdo!: te voy a moler a palos!», y me ha soltado otras cuatro bofetadas.
-¿Y tú, qué has hecho?
-Me he partido de risa. He pensado para mis adentros: «¡Vete a saber adónde quiere ir a parar este estúpido! »
-¿Y él?
-Insistía en golpearme y mientras me daba de puntapiés, repetía una y otra vez: «¡Pascual, eres un desgraciado, te quiero ver muerto!»
-¿Y tú, por qué no te has rebelado?»
-¿Qué? ¿Acaso soy Pascual, yo?

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